Cuando me pidieron que escribiera este artículo (Revista Pórtico, núm. 7, 2017, Editorial Costa Rica), decidí tomarme unos días para pensar desde dónde abordarlo. Me gusta tomarme el tiempo para esperar esa idea, ese clic interno que, una vez descubierto y activado, me lleva a nuevas revelaciones. Más en este caso, pues mucho se ha dicho y escrito ya sobre los libros-álbum o álbumes ilustrados y no tiene ningún sentido repetir, aunque, también hay que decirlo, en esta misma afirmación se esconde el mayor desafío que tengo por delante.
Pronto comenzó a visitarme de manera insistente la idea de ciclo y decidí quedarme con ella, para ver hacia dónde me impulsaba. La vida es un gran ciclo, pensé primero. Es decir, inmediatamente, sobrevino la idea de vida. Todo ser vivo está inmerso en un ciclo, razoné luego. Nace, crece, se relaciona, se reproduce, muere. El libro no es un ser vivo en el sentido estricto de la expresión, aunque sí lo es en un sentido metafórico. Las historias que contienen los libros pueden cobrar vida en nuestras mentes cuando las leemos y, con suerte, habitarán nuestro corazón. Es posible, además, que nos permitan crecer y relacionarnos. También se reproducen en manos de los lectores y, por último, los libros pueden morir. Esto sucede cuando no consiguen vibración alguna. Pero no es en los libros muertos donde voy a depositar la mirada, sino en los vivos, en los que logran el eco, en los que palpitan. Estos son los que me atraen; son los libros en los que creo.
Ciclo y vida. Parada sobre esas ideas, traté de entrar un poco más en lo que me habían solicitado: que mi artículo versara sobre los posibles acercamientos didácticos y pedagógicos de la literatura para niños y jóvenes, con un enfoque especial en el libro-álbum. ¿Y qué tendrán que ver el ciclo, la vida, las cosas que palpitan con el perfil pedagógico o didáctico en los libros-álbum, se preguntarán ustedes? Yo también lo hice y, al tratar de responder esta pregunta, me sorprendió la idea del amor.
El libro —cualquier libro y ya no solo en referencia al álbum— puede estar vivo o no, puede palpitar o no, puede brindar posibilidades de crecimiento o no, acerca al amor o no.
Ciclo, vida, amor. El libro-álbum es, por lejos, el que más aproxima al amor. En él confluyen los lenguajes escrito y visual, potencialmente ideales para atrapar a la mirada amorosa, a veces de manera muy sutil y otras de forma cruda, directa. En los libros que caben en la verdadera definición de álbumes, el texto y la ilustración dialogan, se complementan e incluso pueden llegar a discutir, pero terminan, siempre, conformando un todo deseablemente armónico. Se podría hacer aquí un paralelismo con las relaciones humanas, porque se da en los mismos términos: las personas se juntan, se alejan, se complementan, se enojan, discuten, se pelean, dialogan, se comunican. Son variadas las maneras de relacionarse entre ellas, pero, quiero creer, como sucede con los libros, con la posibilidad de la armonía latente. Los vaivenes de la vida y los vaivenes que pueden presentarse en los libros, que es casi como decir lo mismo, tienen implícita la invitación a acercarnos, a amarnos. Al fin y al cabo, todo está unido, en la vida y en los libros.
Avanzo en mis pensamientos. Llega la hora en la que debería adentrarme en la idea de educación, para ver qué pasa con los libros cuando se enmarcan en ella. Inevitablemente, pienso en Zuleta, a propósito de la educación, claro, pero, antes que nada, a propósito del amor.
Para poder ser maestro es necesario amar algo. Para poder introducir algo es necesario amarlo. La educación no puede eludir esta exigencia sin la cual su ineficacia es máxima: el amor hacia aquello que se está tratando de enseñar. Además, ese amor no lo puede dar sino quien lo tiene, y en últimas eso es lo que se transmite. Nadie puede enseñar lo que no ama, aunque se sepa todos los manuales del mundo, porque lo que comunica a los estudiantes no es tanto lo que dicen los manuales, como el aburrimiento que a él mismo le causan. Y ante las fórmulas más brillantes de los filósofos, antiguos o modernos, no cosechará más que bostezos. El que enseña no puede comunicar lo que no ama. Si enseña 25 horas a la semana y dicta «lo que le ponen a enseñar», independiente de que le guste o no, a unos alumnos que no ven ninguna relación entre lo que se les enseña y su propia vida presente, personal o familiar, entonces el resultado se va pareciendo al que hemos venido presentando.[1]
Si lo que desea el educador es introducir algo, como dice en esta cita Estanislao Zuleta, el pedagogo colombiano, es necesario que lo ame. ¿Qué sentido tendría que fuera de otra forma? El educador, cuando escoge un libro para compartir con sus alumnos, está tomando una decisión, está optando, está priorizando. Si el libro escogido no representa lo que él cree, lo que él valora, lo que él ama, ¿cómo consigue que el niño se interese o incluso llegue a amar aquello que le está poniendo delante? En ese marco, ¿qué libro escoger, qué temática, qué trama? La respuesta es bastante cantada: un libro que convenza primero al educador. Pero no menos importante que el amor y el convencimiento personal es tener presente la última parte de la cita: es esencial que el niño pueda hacer un nexo de lo que se enseña con la propia vida.
La selección de un libro no es un asunto para tomarse a la ligera. En la relación entre el educador y el niño, cuando se toma al libro como medio para lograr algo, el primero es el que establece las bases sobre las que se dará el intercambio. Por eso, es muy importante que el educador tenga claras sus ideas, pero también sus objetivos al seleccionar un álbum para presentarle a los niños. Debe existir un trabajo previo del educador consigo mismo y luego con la realidad, que está rodeada de simbolismos que son expresiones sutiles pero contundentes, que los niños entienden a la perfección. Tras la aparente pequeñez con la que podría considerarse la selección de un libro se oculta un mundo que puede ser inmenso para ellos.
Algunos educadores creen que el libro debe ser, necesariamente, un recurso educativo y solo los introducen con ese fin: enseñar algo. El peligro de esta visión es que puede limitar las posibilidades del niño, sobre todo si no se le ofrece un espacio de libertad individual. Se corre el riesgo de dirigirlo tanto, que se bloquean sus capacidades intelectual y emocional, y no se logra ir más allá de aquello en lo que insiste en enseñar el educador: un libro para aprender buenos modales, por ejemplo.
Otros educadores, por el contrario, están especialmente interesados en la implicación intelectual y emocional del niño, al que ven como un actor activo, que tiene completa libertad para preguntar, cuestionar, razonar o emocionarse. El niño es un ser humano emocionalmente capaz de procesar la historia que tiene frente a él, capaz de expresarse acerca de lo que vive y siente, y tiene, por tanto, abierto el espacio de escucha.
Como señala Bruno Bettelheim:
El niño necesita que se le dé la oportunidad de comprenderse a sí mismo, en este mundo complejo con el que tiene que aprender a enfrentarse, precisamente, porque su vida, a menudo, le desconcierta. Para poder hacer eso, debemos ayudar al niño a que extraiga un sentido coherente del tumulto de sus sentimientos.[2]
Y aquí me asalta la idea de confianza, porque, en la práctica, he podido comprobar infinidad de veces que los primeros educadores, esos que toman al libro solo como recurso para enseñar algo, caen fácilmente en ver al niño como un botellón vacío que pueden llenar de ideas y conceptos para que este repita durante toda su vida y no confían en sus capacidades. Se pierden, así, la oportunidad de generar un espacio de valor para que el niño sienta y reflexione auténticamente, porque lo quieren dirigir hacia algo: lo que quieren enseñar. En cambio los segundos educadores, aquellos que valoran los espacios para sentir y reflexionar, están dispuestos a escuchar y a respetar los procesos del niño, creen en sus capacidades y se ven a sí mismos como facilitadores de un proceso.
Hay una buena diferencia entre ser director y ser facilitador de un proceso.
Si el educador cree que debe dirigir un proceso, tratará por todos los medios de contextualizar el entorno del niño para que este arribe al fin perseguido: aprender buenos modales, para seguir con el ejemplo. Pero si el educador cree que es el facilitador de un proceso, entonces ofrecerá lo que esté a su alcance para que el niño llegue a sus propias conclusiones, en un ambiente de libertad y basado en la confianza que tiene en sus capacidades.
Los libros permiten que los niños accedan al lenguaje, a las formas literarias y artísticas, al imaginario colectivo y a las posibilidades de socializar, de compartir y de generar un sentido propio. Esta es una afirmación que ya he dicho antes y de la que estoy cada vez más convencida.
Es amplia la gama de posicionamientos por los que pueden optar los educadores. No hay una sola forma de enseñar, como no hay una sola forma de leer ni una sola forma de relacionarse ni una sola forma de vivir. Estará en ellos ser capaces de encender la llama de la emoción por allí por donde vayan, porque es esta la que promueve los aprendizajes auténticos.
Los libros son los verdaderos maestros para las emociones. Imaginar, soñar, reír, llorar… Y, a estas alturas, ya dejé de diferenciar entre niños y adultos, entre educadores y alumnos. Pienso en personas con libros en las manos, que se implican entre sí, que se relacionan con la idea de intercambiar y de crecer, en relaciones de ida y vuelta, dispuestas a emocionarse, pero también a respetarse.
Pienso en todas las personas, sin distinción alguna, porque todos integramos un ciclo en el que el amor, la confianza y el respeto deben ser razones fundamentales. En este punto, la edad se desvanece y priman los sentidos, priman los sentimientos y las oportunidades genuinas de crecimiento individual, que, afortunadamente, redundarán en el crecimiento colectivo, en la construcción colectiva.
[1] Zuleta, Estanislao: Educación y democracia: un campo de combate, Hombre Nuevo Editores, Fundación Estanislao Zuleta, Medellín-Colombia, 2004: 41.
[2] Bettelheim, Bruno: Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Editorial Crítica, Grupo Editorial Grijalbo, Barcelona-España.
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