Ante la indecisión de elegir un libro, me impuse un juego: me paré frente a la biblioteca, cerré los ojos unos segundos y, al abrirlos, el libro en el que cayera mi mirada sería mi próxima lectura. Solo haría un nuevo intento si el libro en suerte fue escrito por un hombre, porque, así, podría seguir con mi consigna lectora del 2019: priorizar a las mujeres.
Pero no necesité un segundo intento. La mirada cayó sobre un lomo en el que leí: Esther Tusquets.
«¡Grandioso!, es mujer y, además, una desconocida para mí», pensé.
Buena cosa para una lectora obsesionada por los descubrimientos.
¡Y vaya si descubrí!
En este caso se trató del descubrimiento de Tusquets como escritora, porque como editora le conocía muy bien la pista.
El título favorecido: Habíamos ganado la guerra.
Tomé el libro y lo deslicé para sacarlo de su apretado sitio. Estaba, como están en la guerra, atrincherado.
La tapa no me resultó para nada atractiva, aunque en su favor debo decir que, más adelante, comprobé que refleja muy bien la historia que se cuenta.
Luego de hacer las revisiones con fines informativos de rigor, me entregué a una lectura que viví, por razones múltiples, como un desafío.
Esther Tusquets nació en 1936, en Barcelona.
«Recojo aquí recuerdos de la primera parte de mi vida, desde los tres años, que eran los que tenía cuando las tropas franquistas ocuparon Barcelona, hasta los veinte, en que, sin que pueda hablar de haber alcanzado la madurez, sí creo que había llegado, tras un largo y tortuoso recorrido, a unas conclusiones y a una actitud que iban a ser casi definitivas», dice la autora en el primer párrafo de la introducción.
Pero antes hablé de desafíos.
El desafío de esta lectura no vino solo por tratarse de una escritora nueva para mí, sino que uno de los retos iniciales estuvo en trascender mis propios prejuicios.
¿Qué tiene para contarme esta niñita burguesa, católica y de familia franquista a la que no le faltaba nada? Este tipo de preguntas me soplaban en la nuca.
Pero a medida que avanzaba en la lectura, las respuestas llegaban con creces para gritarme la realidad desesperada de una niña insegura, miedosa, atendida por criadas, con una madre ausente y rígida, rodeada de adultos intransigentes, educada en un entorno clasista a más no poder y en un contexto político en el que se entrelazaban los valores del franquismo, del nazismo y de la iglesia, para generar combinaciones explosivas.
Y conforme me devoraba las páginas, al tiempo que esa niña —que en ocasiones olía a anciana— crecía, su historia, por momentos desgarradora, comenzó a atravesarme.
Mis prejuicios se esfumaron pronto y terminé metida de lleno en las vivencias de Tusquets.
La niñez, incluso rodeada de vajilla de plata, de joyas y pieles, puede ser muy miserable. Y en ese punto, ya no importa si naciste en cuna de oro o en la choza más pobre de la comarca. La felicidad para cualquier niño pasa por el amor, por la atención, por el cuidado.
Se borra la frontera de clase (¡en algún momento tiene que ocurrir!) y ya no importa si se trata de la familia más rica o la más pobre del país. En cualquiera de ellas habrá un niño desdichado si no tiene algo tan básico como el cariño y el cuidado de su madre.
Esa niña se transforma en una adolescente con ideas cada vez más claras, como consecuencia de una búsqueda intuitiva que muchas veces vive en soledad, de la que va extrayendo conclusiones.
Esa adolescente es capaz de enfrentar la vida con unos zapatos propios en los pies, unos zapatos auténticos.
En un texto autobiográfico, la Tusquets anciana que lo escribió reseña su infancia y su adolescencia con una claridad conmovedora.
Los escollos familiares, presentes a todas horas en su niñez, son el centro de sus relatos, como también lo es la Barcelona de posguerra, «aquella Barcelona miserable, sucia, rota, chata, mal alumbrada, de una monotonía terrible, la Barcelona de las restricciones eléctricas, de las libretas de racionamiento, de más de media población aterrorizada y hambrienta, tan distinta a la Barcelona rutilante del pasado», que le habían descrito sus mayores, esos que, incluso en aquella miserable realidad, trataron de enriquecerse y de divertirse como fuera.
Leer esta historia fue un juego. Un juego serio. Un juego de avance en el que venció la escritora, porque me permitió el descubrimiento ese que tanto deseo cada vez que abro un libro nuevo.
Descubrir.
Des-cubrir.
Destapar lo que está cubierto y permitir que se manifieste y brille.
Eso fue exactamente lo que me sucedió.
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