Los peces no cierran los ojos

Albañil, camionero, trabajador de pista de aeropuerto, conductor de convoyes de ayuda humanitaria. Estas y muchas otras labores ha llevado adelante en su vida el polifacético escritor italiano Erri de Luca, nacido en Nápoles en 1950. Pero a mí me gusta pensar que él es un obrero, un obrero de la vida y la palabra.

Con Los peces no cierran los ojos lo confirmo.

No es nada fácil, desde la adultez, escribir sobre la infancia de una forma tan honesta y tan transparente. Muchos sucesos se olvidan y las sensaciones de lo vivido se pierden cuando pasa el tiempo. Sin embargo, en este libro de Luca lo logra, porque el paso del tiempo no borra la esencia de lo que fue. Y lo logra de manera sublime.

La historia siente, huele, vibra, como si hubiera ocurrido ayer.

Se trata de una historia contada desde la inocencia, con todo lo simple y lo desgarrador que esto puede ser. La relación con su madre, la lejanía de su padre, los vínculos con otros niños, la obsesión por crecer, las decisiones por tomar, las vivencias en el mar, eran los temas de su mundo de niño, siempre atravesado por su relación con una niña. Una niña sin nombre con quien vive algunas experiencias por primera vez.


«Su voz sosegada dentro de mí aumentaba de volumen, gritaba. Me volví hacia el muelle vacío. Me detuve a mirarla. El vestido blanco, una pequeña margarita en la oreja, un olor distinto al aceite de almendras; la miraba, con la mirada atascada en ella. Fue la primera noción cierta de la belleza femenina. Que no está en las portadas de las revistas, en las pasarelas, en las pantallas, que en cambio está de repente a tu lado. Que te sobresalta y te vacía.»

La prosa es poesía de principio a fin y, con ella, el autor se presenta en un vaivén permanente entre aquella niñez del pasado y su vida actual.


«Hoy sé que aquel amor cachorro contenía todos los adioses siguientes. Ninguna se detendría, yo no conocería las bodas, nada de codo con codo ante un tercero que pregunta: “¿Quieres tú?”. El amor sería una parada breve entre los aislamientos. Hoy pienso en un tiempo final en común con una mujer, con la que coincidir como lo hacen las rimas, al término de la palabra.»

Las vivencias de verano de aquel niño napolitano de diez años, entre la pesca, los libros y la niña sin nombre, devienen en un adulto que sigue siendo capaz de mantener la mirada limpia. Esa mirada es la que nos permite a los lectores sentir, oler y vibrar con el sentido de esta historia. Y, para mí, esto ha sido lo fascinante.


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