Akaki, un vapuleado funcionario estatal, acorralado por la indefensión, sueña con convertirse en parte de la manada para que, por fin, dejen de tacharlo como un ser insignificante.
En el departamento nadie le demostraba el menor respeto. Los ordenanzas no solo no se movían de su sitio cuando él pasaba, sino que ni siquiera lo miraban, como si se tratara solo de una mosca que pasara volando por la sala de espera. Sus superiores lo trataban con cierta frialdad despótica. Los ayudantes del jefe de oficina le ponían los montones de papeles debajo de las narices, sin decirle siquiera: «Copie esto», o «Aquí tiene un asunto bonito e interesante», o algo por el estilo como corresponde a empleados con buenos modales. Y él los cogía, mirando tan solo a los papeles, sin fijarse en quién los ponía delante de él, ni si tenía derecho a ello. Los tomaba y se ponía en el acto a copiarlos.
La búsqueda de un capote nuevo que sustituyera al viejo y raído lo llevó por caminos que él creyó que lo acercarían a esa otra clase de gente, la que lo etiquetaba, la que se burlaba de él.
Conviene saber que el capote de Akakiy Akakievich también era blanco de las burlas de los funcionarios. Hasta le habían quitado el nombre noble de capote y lo llamaban bata. En efecto, este capote había ido tomando una forma muy curiosa; el cuello disminuía cada año más y más, porque servía para remendar el resto. Los remiendos no denotaban la mano hábil de un sastre, ni mucho menos, y ofrecían un aspecto tosco y antiestético. Viendo en qué estado se encontraba su capote, Akakiy Akakievich decidió llevarlo a Petrovich, un sastre que vivía en un cuarto piso interior, y que, a pesar de ser bizco y picado de viruelas, revelaba bastante habilidad en remendar pantalones y chaquetas de funcionarios y de otros caballeros, claro está, cuando se encontraba tranquilo y sereno y no tramaba en su cabeza alguna otra empresa.
Pero más allá de cubrirlo del frío de su gélida ciudad, el capote nuevo lo condenó a la frialdad más absoluta. Akaki no sabía, entonces, que la frialdad de alguna gente no se puede combatir con ningún capote, por más nuevo, atractivo y cálido que sea, porque la frialdad, cuando se lleva en el corazón, es una fuerza extraña difícil de rebatir.
El escritor ucraniano Nikolái Gógol (Soróchintsi, Ucrania, 1809 – Moscú, 1852) escribió en ruso El capote, un clásico que todos deberíamos leer, que fue publicado por primera vez en 1842.
¡En 1842! Sin embargo, late con una vigencia inagotable.
Con la buena literatura pasa esto: permanece y nos acompaña, generación tras generación, con sus simbolismos y sus analogías.
Y en este caso, está ahí para decirnos que los seres humanos, que en 2021 creemos que hemos cambiado tanto, en realidad, en algunos sentidos, estamos parados en el mismo sitio.
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